Las historias que se cuentan en torno al edificio de Andes y 18 son variadas. De las vinculaciones con el Cártel de Medellín a la crónica roja, del abandono municipal a la mistificación del lugar como boca de entrada y ejercicio de la prostitución. La mayoría de la gente que se pronuncia acerca de la peligrosidad de aquella “esquina rota” nunca estuvo ahí. Algunos pasaron 1.000 veces por enfrente pero nunca miraron para arriba. En algunos ámbitos del gobierno se habla de un edificio ocupado y tugurizado, no susceptible de atención por parte del Estado.
El imaginario cristalizó el destino de aquel lugar en una de las tantas etapas que se vivieron allí de los años 90 a principios de 2000, y el relato contado 1.000 veces generó convencimiento sobre una realidad que se desconoce. Mientras tanto, el consorcio que adquirió el inmueble cuenta los días para que ese lugar esté libre y pueda construirse un edificio de lujo.
Al tiempo que avanza la inversión inmobiliaria en el centro de la ciudad, las reglas del mercado juegan como una suerte de relocalizadores de los más pobres. Hoy están incidiendo en dónde vive cierta gente y en la reubicación de familias enteras.
Hace unos meses el centro de atención sobre esta problemática fue el CH20, cuya demolición se presume que podría estar vinculada a la conveniente proximidad de un emprendimiento inmobiliario al que le faltaba vista al mar. La ubicación del edificio Andes también es privilegiada. Después de todo, según muestra la experiencia, la vivienda es una mercancía y la adquiere quien puede comprarla.
En este último caso, como han constatado las últimas investigaciones al respecto (ver http://ladiaria.com.uy/ACpW) el desalojo no obedece a un problema edilicio ni se alega un inminente derrumbe. Un consorcio privado compró un “edificio ocupado” y recurrió a los medios legales necesarios para intimar a los habitantes y sacarlos del lugar.
La priorización de los derechos patrimoniales frente a los fundamentales parece no tener discusión. Es la herencia de una operación originaria liberal, que condiciona hasta nuestros días la manera de entender los derechos. Ferrajoli dice que es fruto de la yuxtaposición de las doctrinas iusnaturalistas y de la tradición civilista y romanista, un problema tan añejo como lo rimbombante que suena su explicación.
Sin embargo, este grave equívoco teórico es el responsable de incomprensiones que resultan evidentes si se explican: los derechos fundamentales son indisponibles, es decir, sustraídos tanto de las decisiones de la política como de las del mercado, mientras que los derechos patrimoniales son disponibles por su naturaleza, negociables y alienables: se adquieren, se cambian, se venden. En este sentido, el derecho a la vivienda se presume fundamental.
Sin embargo, el fallo del Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 3º Turno confirmó por unanimidad el desalojo de los habitantes del edificio Royal; los ministros involucrados no encontraron intereses contrapuestos entre el derecho a la propiedad del accionante y el derecho a la vivienda de las familias demandadas.
A los problemas generales de ineficiencia judicial se agregan cuestiones propias de la defensa de este tipo de derechos, tales como respuestas arbitrarias o discriminatorias, abogados corruptos, falta de asistencia legal gratuita y comprometida, indiferencia y desconocimiento de los estándares internacionales de protección de los derechos humanos, dispersión de esfuerzos, falta de coordinación entre las agencias gubernamentales encargadas de brindar soluciones y ausencia de pensamiento estratégico para optimizar los recursos.
El derecho a la vivienda de estas familias está siendo vulnerado. A partir de las discusiones sobre este tema, las expresiones de xenofobia, racismo y clasismo que se han manifestado en estos días ponen en evidencia nuestras propias debilidades. ¿Se puede amar, odiar o temer lo que no se conoce?
A partir de un diagnóstico del lugar podemos afirmar que no hay allí migrantes “ilegales” ni traficantes, son mujeres y hombres que trabajan y que ante una situación de desalojo buscan salir adelante. Las niñas y niños van a la escuela; se reconocen como uruguayos, aunque quienes tienen padres peruanos están orgullosos de sus raíces migrantes.
No son personas sin rostro, ángeles ni demonios; tampoco criminales fantasmagóricos dueños de la noche y la humedad del lugar. Tienen nombre y han desarrollado algunas estrategias de regularización abonando las deudas con OSE del propietario del inmueble. Impulsaron la realización de un censo para reconocerse como vecinos de una comunidad. Los habitantes del edificio de Andes lograron dejar de ser el “no-lugar del crimen” para constituirse en la comunidad Royal.
Es cierto que, por diversas razones, estas personas no han podido generar seguridad jurídica en la tenencia de su vivienda. Se conjugan factores diversos y adversos, para algunos inexplicables: ¿es necesario pasar por un test de pobreza para justificar la autotutela del derecho a la vivienda como modo de supervivencia?
En estos momentos, cuando el desalojo parece inminente, es probable que no sea relevante detenernos en discusiones jurídicas sobre la ponderación de la propiedad privada y otros derechos.
Es necesario que el Estado, como garante de la protección de los derechos fundamentales, tome medidas urgentes para reducir las situaciones de vulnerabilidad asociadas con el poco tiempo que tendrán estas personas para buscar una alternativa adecuada y no quedar en la calle.
Solucionar intersectorialmente esta situación va en línea con algunos de los grandes ejes impulsados por el presidente José Mujica. Su atención no va en detrimento de derechos de otros colectivos que también buscan soluciones habitacionales, simplemente contribuye a prevenir el riesgo social que implica el agravamiento de la situación de un centenar de personas. Lo que pase será una nueva página en la historia de esa esquina, mito y hogar al mismo tiempo.
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