El derecho a la vivienda es un derecho reconocido en nuestra Constitución y en diversos tratados internacionales de derechos humanos ratificados por Uruguay. El artículo 45 de la Constitución es mucho más que un principio programático o una guía genérica de actuación para el poder público. Este marco normativo obliga al Estado uruguayo a garantizar el goce de una vivienda adecuada a todos sus habitantes. A pesar de ello, el derecho a la vivienda no ha sido plenamente garantizado. El peso que detenta el mercado en el acceso a la vivienda y la insuficiencia de la regulación estatal han marcado el rumbo de su accesibilidad.
Las implicaciones del reconocimiento jurídico han sido históricamente minimizadas en la medida en que las personas que no han podido acceder a una solución habitacional adecuada no cuentan con mecanismos idóneos para el acceso a la Justicia y, por tanto, no han invocado su exigibilidad.
“Tener derecho a” no sólo implica poder subrayar o acariciar un papel en actitud fetichista, sino interiorizarse con la posibilidad de hacerlo exigible, tener conciencia del poder jurídico que se tiene para invocar la efectiva accesibilidad a un derecho que constituye una necesidad básica y una precondición indispensable para el acceso a otros derechos.
Entre la falta de conciencia, la resistencia del Poder Judicial a la tutela de los derechos sociales frente a los derechos de propiedad privada y la resignación de muchos ante la ineficacia del derecho, convive también un sentimiento generalizado en la población uruguaya sobre las dificultades reales del acceso a la vivienda. En este contexto, sumado a la desinformación y el miedo, el abordaje de los problemas socio-habitacionales que enfrentan algunas personas migrantes provoca resistencias y rechazo.
Ante algunas acciones que tomaron estado público vinculadas con la denuncia y la exigencia judicial de la protección del derecho a la vivienda de personas migrantes y solicitantes de asilo, algunos comentaristas de sillón expresaron: “piden casa, pero no laburo”, “negros vagos exigiendo casa”, “hay miles de uruguayos viviendo en la calle y nadie les da” “lo peor de todo es que pueden traer pestes que después se propagan por Uruguay”, “y ¿qué hay del derecho a la vivienda de miles de uruguayos?”.
La retórica oficial –no la de las cumbres mundiales y regionales, sino la que tiene un impacto en la vida de personas de carne y hueso– no dista mucho de las expresiones lanzadas al vacío cibernético, en las que se coloca a las personas migrantes como otredades problemáticas. En una sede judicial, a propósito del mencionado recurso de amparo presentado para proteger el derecho a la vivienda de una familia en contexto de movilidad, el doctor Guzmán Izuibejeres, en representación del Poder Ejecutivo y el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, manifestó: “Es más que obvio que existen muchos conciudadanos que todavía no han tenido la posibilidad de acceder a la vivienda, aun cuando se ha inscripto y postulado durante meses y años en situación totalmente diferente a la de autos, que es la expresión de un proceso inmigratorio cuyo alcance es desconocido y voluntario, lo cual de ninguna manera puede obligar al Estado uruguayo a una solución, mucho menos inmediata, a la dificultad que plantea. Pues el Estado uruguayo no tiene un stock de viviendas vacías esperando este tipo de situaciones”.
Contrario a diversas disposiciones normativas que establecen el derecho a la no discriminación, a migrar y a solicitar asilo, este caso hizo posible visibilizar, por un lado, en qué medida el propio Estado es reproductor de los mitos que asocian la migración con una “invasión incontrolada” y, por otro, la aceptación/resignación del Estado respecto del incumplimiento de sus obligaciones en materia de políticas habitacionales: “Nunca el Estado ha satisfecho totalmente la necesidad de vivienda de su población, menos aun ahora podría afrontar este proceso de inmigración incontrolado que se viene dando en los hechos por parte de ciudadanos dominicanos, venezolanos, cubanos, como es notorio. No es dable prever dineros públicos para atender este tipo de inmigración que viene como aluvión y esa situación no significa una ilegitimidad incurrida por el Estado”.
La defensa hecha por este funcionario público, los sucesivos fallos judiciales que desestimaron la acción y las expresiones en redes sociales en el marco de este proceso demuestran el conjunto de representaciones negativas que se tiene respecto de la migración, la incomprensión de este fenómeno, la existencia de discursos e imaginarios racistas, clasistas y xenófobos respecto de determinados orígenes nacionales y de la (im)posibilidad de las personas migrantes de exigir la protección de derechos fundamentales, como el derecho a la vivienda.
La visibilidad y el sobredimensionamiento que se ha dado a la migración en Uruguay en la última década se relaciona principalmente con las modificaciones en su composición por origen, es decir, con la identificación de migraciones no-blancas, flujos de nuevos orígenes latinoamericanos que llaman la atención del ojo crítico y racista de nuestra sociedad.
Este escenario pone de manifiesto el desafío que plantea el abordar las dificultades en materia de vulneración del derecho a la vivienda de muchas personas migrantes sin alimentar procesos de estigmatización que potencien sentimientos de rechazo ante un fenómeno absolutamente necesario y positivo para un país como el nuestro. Podría parecer obvio, pero no lo es; el problema de la vivienda en Uruguay es un problema estructural que, si bien se complejiza, no necesariamente se acrecienta con la llegada de personas migrantes.
Los procesos de exclusión urbana están vinculados con la propia lógica en la que se enmarcan las políticas habitacionales en Uruguay y los migrantes experimentan estos déficits en carne propia.
Sin referentes ni redes de contención, las personas en contextos de movilidad humana padecen particularmente las contradicciones entre el derecho a la vivienda, la forma en que se protege irracionalmente el derecho a la propiedad y el abuso de gestores y propietarios de pensiones “truchas”.
Existen algunos casos de desalojos ocurridos en los últimos años en Montevideo que se enmarcan en un fenómeno de expulsión territorial que experimentan algunos barrios de la ciudad. En la Ciudad Vieja y el Centro, al tiempo que avanza la inversión inmobiliaria, las reglas del mercado expulsan a familias enteras. Algunos de los casos emblemáticos de este proceso son los desalojos ocurridos en la calle Andes en los años 2014 y 2017, respectivamente. En dichos casos pudo ponerse de manifiesto cómo a los problemas generales de acceso a la Justicia se agregan cuestiones propias de la defensa del derecho a la vivienda, la ausencia de un protocolo frente a este tipo de lanzamientos forzosos, respuestas institucionales arbitrarias o discriminatorias, indiferencia y desconocimiento de los estándares internacionales de protección de los derechos humanos por parte de operadores judiciales, dispersión de esfuerzos, o falta de coordinación y recursos entre las agencias gubernamentales encargadas de brindar soluciones. Estos procesos desnudan, además, las claves y los engranajes de un sistema jurídico funcional a la especulación inmobiliaria.
Una fuerte impronta patrimonialista y excluyente domina el espacio urbano. Somos herederos de una operación originaria liberal, que condiciona hasta nuestros días la manera de entender los derechos. Luigi Ferrajoli dice que la priorización de los derechos patrimoniales frente a los fundamentales es fruto de la yuxtaposición de las doctrinas iusnaturalistas y de la tradición civilista y romanista. Sin embargo, este grave equívoco teórico es el responsable de incomprensiones que resultan evidentes si se explican: los derechos fundamentales son indisponibles, es decir, sustraídos tanto de las decisiones de la política como de las del mercado, mientras que los derechos patrimoniales son disponibles por su naturaleza, negociables y alienables: se adquieren, se cambian, se venden. En este sentido, el derecho a la vivienda es un derecho fundamental.
¿Cómo poner en diálogo los procesos vinculados a la migración y, por otro lado, al derecho a la ciudad, a la vivienda adecuada, al combate de la informalidad urbana? Falta mucho camino por recorrer; no se ha trabajado con suficiente profundidad el cruce de cada una de estas temáticas, ni el abordaje de las implicaciones en términos de derechos y ciudadanía que tiene ser habitante de la República Oriental del Uruguay.
Poner en diálogo los procesos migratorios y socio-urbanos es un desafío urgente a fin de evitar posibles escenarios de criminalización y expulsión de las migraciones como las que atraviesan hoy Argentina y Brasil. En los países vecinos, en menos de dos años, los discursos de odio han ido en aumento, en sintonía con procesos similares que se viven en Estados Unidos y Europa. Se han desmantelado aparatos normativos e institucionales y se ha esencializado y culpabilizado a los migrantes por procesos sociales que los trascienden.
Los tiempos actuales exigen compromiso e imaginación. Es tiempo de desnudarnos de los ropajes de 1830 que nos impiden pensar de otra manera lo que es ser un ciudadano en este siglo en movimiento y lo que implica redimensionar el concepto de propiedad, en clave comunitaria y colectiva.
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