Todos los años en los meses de junio, julio y agosto se registran en Montevideo desalojos masivos que involucran núcleos familiares diversos. En estos casos, a los jueces y juezas intervinientes poco o nada les ha importado la facultad que les otorga la Ley 17.495, a partir de la cual se podría evitar que los desalojos se produzcan en las épocas de frío.
Donde han procedido estos lanzamientos hemos sido testigos de cómo la fuerza pública, sin contar con protocolo alguno de actuación, se despliega en la puerta del inmueble objeto de desahucio. El alguacil es el operador judicial que se asegura que no quede ni un alma en el lugar. Es casi un ritual; carga en el antebrazo una carpeta con oficios que amparan y justifican legalmente una supuesta racionalidad que, a fuerza de tinta, los “dueños” de la tierra han logrado construir: dejar a decenas de personas en la calle no es un problema público ni ético si hay un supuesto propietario que demanda un inmueble vacío.
Por lo general, las mujeres y hombres víctimas del proceso ese día no asisten a sus respectivos trabajos, y niños y niñas, que también se quedan en casa, ayudan a empacar un futuro incierto.
El viernes 8 se repitió esta historia en una casona en Gestido y Obligado, lugar donde se concretó el desalojo de 34 personas. A fin de apelar a una prórroga se agotaron instancias administrativas, judiciales y mediáticas. El drama de las familias fue expuesto públicamente y la condición de migrantes de muchos de los afectados cobró protagonismo. El caso colmó los titulares de prensa, radio y televisión.
En esta semana, casi en paralelo, otras organizaciones también atendíamos casos de similares características. El miércoles 5, a las 14.00, estaba previsto un desalojo de 18 personas (entre ellos una niña y cuatro niños) en la calle Ciudadela, frente a las soberbias cinco estrellas del hotel Radisson; logró postergarse, pero la incertidumbre sigue: sólo ganamos tiempo.
Para el 13 de junio está previsto otro lanzamiento en la calle Piedras, que afecta a 16 personas y también se está preparando un escrito solicitando una prórroga en atención a la época del año, a la estafa que sufrieron los inquilinos, a que hay niños, muchos niños y niñas.
Hay otros casos, también recientes, en los que las familias corrieron con peor suerte: además de enfrentar la posibilidad de quedar en la calle, enfrentan un posible procesamiento por el delito de usurpación. Fueron denunciadas por un delito debido a que muchos de los denunciantes “propietarios” son evasores del pago de contribuciones inmobiliarias, por lo que, al estar impedidos de desalojar por la vía civil, usan el sistema penal para presionar y criminalizar a familias pobres y propiciar la desocupación de los “indagados”, sin que estos puedan contar con las garantías mínimas de defensa.
En todos los casos que involucran pensiones observamos el mismo patrón: hacinamiento, humedades, ratas, encargados que dejan de pagar, estafas, abuso de poder continuado que impacta en las condiciones de vida de las y los habitantes; en un momento el “mal pagador” se da a la fuga y el grupo de inquilinos enfrenta las consecuencias jurídicas por las molestias ocasionadas al propietario.
El foco que se le ha dado hasta ahora a todos los casos de pensiones “truchas” ha sido que las personas son migrantes. Se ordena por origen étnico y nacional un problema multifactorial que nos afecta como habitantes de esta ciudad, que produce conflictos territoriales y múltiples segregaciones urbanas.
Los abusos en pensiones y casas de inquilinato son harto conocidos, pero pareciera que sólo ante la explosión mediática de un problema la institucionalidad se siente interpelada y actúa con paliativos y declaraciones de buena intención, tuit mediante.
Los abusos en las pensiones son el resultado de una prolongada ausencia del Estado, de una larga siesta de las carteras que tienen la obligación de evitar relaciones de abuso, de impedir que en el espacio urbano y en las relaciones “entre particulares” prime la ley de la selva. Lo que vemos hoy es el germen de la organización de redes de estafa que se articulan en torno a la ausencia de una política de vivienda y de la demanda creciente de una población que es “quincemilpesista” y no puede pagar un alquiler ni jugar con las reglas que impone un mercado (desregulado expresamente por un decreto-ley).
En muchos casos aparecen los nombres de los mismos testaferros que estafan a las personas recién llegadas a Montevideo desde el exterior o desde el interior del país; sabemos que les cobran aproximadamente 8.000 pesos por cama y 20.000 por llave.
Lo vemos en las intimaciones que reciben las vecinos y vecinos de esta ciudad o buscando en Google algunos nombres que se repiten. Con información a medias, con el escarbadientes con el que organizaciones sociales y barriales resistimos, vamos construyendo un panorama, una hoja de ruta. ¿Por qué la Intendencia de Montevideo y el Poder Ejecutivo, con toda la información con la que cuenta, además de presupuesto y recursos humanos, no ha logrado identificar los patrones comunes que nosotros vemos? Y si lo ha hecho, ¿por qué no ha intervenido?
El Estado en su conjunto es responsable: desde los gobiernos locales, departamentales y nacionales, pasando por el Poder Legislativo y su torpeza bipolar, que le ha permitido admitir que existan “disonancias normativas”, como por ejemplo que la ocupación de buena fe sea al mismo tiempo un derecho (prescripción positiva) y un delito (usurpación), pasando por una “justicia” testaruda y miope a la que no le tiembla el pulso al negar prórrogas para que familias enteras con niños pequeños no queden en la calle o al condenar con prisión a mujeres pobres que antes de quedar en la calle autotutelan el derecho a la vivienda de ellas y sus hijos.
Un diagnóstico sin un remedio y un tratamiento adecuados es una muerte segura. Es necesario tomar decisiones y medidas administrativas y normativas que nos permitan habitar de otro modo esta ciudad. Los desalojos forzados son el síntoma cruel de la negación del derecho a la vivienda y a la ciudad; tendríamos que aspirar a que no se den las condiciones para que los lanzamientos ocurran. Un primer paso es que no se permita bajo ningún motivo llevar a cabo desalojos en otoño e invierno, o cuando esté prevista una alerta climática, como ocurrió en abril en plena Ciudad Vieja. Una acción urgente y concreta es la creación de un protocolo básico de actuación, con la participación de los tres poderes del Estado y de los distintos niveles de gobierno, que contemple la Observación General N.º 7 del Comité de Expertos en Derechos Económicos Sociales y Culturales de la Organización de las Naciones Unidas.
Lo he dicho más de una vez y lo repito: los desalojos son heridas que se inscriben en la memoria de esta ciudad. Deben doler e interpelar, coronan nuestros fracasos frente a una demanda colectiva y difusa de justicia social, visibilizan las formas diversas de negación de ciudad, de construcción de categorías de ciudadanía.
No podemos aceptar de ninguna manera las retóricas que nos quieren convencer de que nuestros nuevos vecinos y vecinas son intrusos de esta ciudad o que es imposible revertir las reglas de un urbanismo salvaje y abusivo que impulsa una segregación violenta al tiempo que concentra la renta y el poder.
artículo publicado en la diaria
Dejar una Respuesta