El gesto del presidente de la República de recibir a una delegación de familiares de procesados y condenados por crímenes de la dictadura es parte de la trama que sostiene el proyecto negacionista yacente en el Uruguay contemporáneo.
El negacionismo uruguayo se ha reiterado en distintos momentos de nuestra democracia, pero ha tenido una fuerte caja de resonancia a partir de la consolidación del proyecto político de Cabildo Abierto y de su rol en la conformación de la coalición del gobierno multicolor, que hizo posible la existencia de mayorías parlamentarias y frágiles consensos.
En estos tiempos la voz negacionista se ha amplificado a través de diversas gestualidades, discursos, concesiones, proyectos y acciones. El encuentro en días pasados en la residencia de Suárez por parte del presidente y una delegación de negacionistas que pretenden apropiarse y resignificar el peso que tienen en nuestra memoria colectiva palabras como “familiares” y “presos políticos” despliega una serie de representaciones materiales y simbólicas que chocan frontalmente con la dignidad de las víctimas del terrorismo de Estado y sus agentes.
Luego de la entrevista con Lacalle Pou, Diego Flores, vocero de 40 condenados por graves violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, afirmó en Telemundo, en horario central, que los detenidos que representa, tanto de Domingo Arena como de Coraceros (Republicana) y aquellos sometidos a regímenes de prisiones domiciliarias, fueron procesados “en circunstancias en todos los casos injustas; se trata de ciudadanos uruguayos, policías, civiles y militares, procesados por delitos comunes, delitos que estaban prescriptos a la hora de los procesos y la mayoría cumpliendo una medida preventiva, una prisión cautelar absolutamente injustificada habida cuenta de que no hay pruebas para sostener los procesamientos […] manifestamos al presidente de la República el clima de indefensión jurídica y social que experimentamos al momento de defender y ocuparnos de la situación de nuestros padres y familiares, le pedimos al señor presidente lo único que se le puede pedir en su condición de líder: que articule la solución política para un tema eminentemente político […] la LUC que tenemos nosotros es la derogación de la ley interpretativa para la ley de caducidad […] cada 45 días se nos muere un prisionero, no tienen esperanza, están recluidos sin explicación, sin pruebas que los acusen y sin posibilidad de defenderse”.
Estas afirmaciones nos permiten identificar lo señalado por Emanuela Fronza respecto del tipo de pronunciamientos que pretenden desconocer el contexto en el que sucedieron los hechos narrados, las atrocidades cometidas y el carácter ominoso e imprescriptible de los crímenes por los cuales fueron procesados y condenados: “Al negacionista no le preocupa contar con elementos o argumentos que respalden sus afirmaciones, no le interesa iniciar un diálogo respecto de hechos comprobados incontrovertiblemente y que forman parte de la experiencia histórica. Oculta y altera los hechos o, en último caso, los utiliza para probar, según sea el propósito que persiga una u otra opinión. El negacionista tiende a fragmentar los acontecimientos; los nexos causales, aunque sean incontrovertibles y estén testimonialmente respaldados, se disuelven; los hechos aislados son objeto de auténticas técnicas de ‘montaje’ con las que sustenta o niega lo que es funcional a la tesis del negacionista” (Fronza, 2018).
Uruguay ha sido dos veces condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en los casos Gelman versus Uruguay, de febrero de 2011, y Maidanik versus Uruguay, de noviembre de 2021) por la violación sistemática de derechos humanos durante la última dictadura cívico-militar y por la omisión en el cumplimiento de sus obligaciones en relación a la investigación, la condena de los responsables y la reparación de las víctimas. Ambas sentencias echan luz a los hechos que dieron origen a la condena del Estado uruguayo: “las graves violaciones a derechos humanos” que “se produjeron durante la dictadura cívico-militar en Uruguay, que se mantuvo desde el 27 de junio de 1973, luego de un golpe de Estado, hasta el 28 de febrero de 1985. Durante dicho período, se cometieron graves violaciones a derechos humanos por parte de agentes estatales. Las mismas incluyeron la práctica sistemática de detenciones arbitrarias, torturas, ejecuciones y desapariciones forzadas perpetradas por las fuerzas de seguridad e inteligencia. Durante la dictadura, se implementaron formas cotidianas de vigilancia y control de la sociedad y, más específicamente, de represión a las organizaciones políticas de izquierda”.
Particularmente en relación a la ley de caducidad, en su sentencia sobre el caso Gelman versus Uruguay, la Corte Interamericana consideró que “las disposiciones de la ley de caducidad que impiden la investigación y sanción de graves violaciones de derechos humanos carecen de efectos jurídicos. El Estado debe garantizar que la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, al carecer de efectos por su incompatibilidad con la Convención Americana y la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, en cuanto puede impedir u obstaculizar la investigación y eventual sanción de los responsables de graves violaciones de derechos humanos, no vuelva a representar un obstáculo para la investigación de los hechos”.
Sobre este mismo punto, en el último fallo la Corte señaló que Uruguay “incumplió la obligación de adoptar disposiciones de derecho interno establecida en el artículo 2 de la Convención Americana, dado que la Ley 15.848, de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (en adelante ‘ley de caducidad’), impidió, durante varios años, la investigación y sanción de graves violaciones de derechos humanos”.
El Estado debe comprender cabalmente que lo que está en disputa detrás de los discursos negacionistas es la apropiación política del pasado, aunada a la estrategia de impunidad que se busca consolidar.
El Estado debe cumplir con sus obligaciones internacionales y con el fondo de las sentencias por las que fue doblemente condenado, y comprender cabalmente que lo que está en disputa detrás de los discursos negacionistas es la apropiación política del pasado, aunada a la estrategia de impunidad que se busca consolidar tanto subrepticia como frontalmente.
Este no es sólo un recordatorio al presidente y sus asesores, sino más bien una interpelación sobre la forma en la que como comunidad forjamos nuestra memoria colectiva para evitar las consecuencias reorganizadoras de las prácticas sociales represivas y cómo confrontamos estos discursos desde la práctica democrática.
Valeria Thus ha señalado que “con la negación del mal radical asistimos una vez más a la anulación de la dignidad humana”: no lo vamos a permitir, seguimos cultivando margaritas. Cuando nuestros hijos, nuestros nietos ven una margarita pintada en la vereda, en un muro, en una remera y el eco gritando “presente”, saben lo que significa: no estamos todas, todos.
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