“¡Despertemos, Humanidad¡ ¡Ya no hay tiempo! Nuestras conciencias serán sacudidas por el hecho de sólo estar contemplando la autodestrucción basada en la depredación capitalista, racista y patriarcal”, decía Berta Cáceres con vehemencia. Era abril de 2015, su voz no temblaba.
Hoy cuesta despertar de la pesadilla en la que Berta falta. Fue asesinada en la madrugada del jueves y a esta altura las autoridades del gobierno hondureño, un Estado devastado por la corrupción y la criminalidad, han emprendido acciones para ocultar el homicidio, aduciendo los hechos a un robo o a un “crimen pasional”.
En los últimos años diversas organizaciones sociales y organismos internacionales han dado cuenta de los altos niveles de violencia persistentes en Honduras y de la impunidad estructural imperante que se intensificó tras el golpe de Estado ocurrido en 2009. A finales del año pasado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitía un informe tajante en el que daba cuenta de la “represión y persecución política de la que son víctimas las defensoras y los defensores de derechos humanos en Honduras, en particular […] las comunidades y pueblos indígenas en relación con la defensa de su territorio”.
Al igual que en otros países de la región, la ofensiva extractivista en Honduras ha estado acompañada por la determinación violenta y expansiva de empresas transnacionales y su sistemática negativa a respetar los procesos de participación y consulta. La situación de las comunidades afectadas pone en evidencia la continuidad de los patrones de discriminación y abuso que han caracterizado los ciclos de despojo en América Latina.
De nada sirvieron las medidas cautelares otorgadas a Berta Cáceres por la CIDH el 29 de junio de 2009, en el marco de diversas acciones emprendidas por dicho organismo ante la grave situación de derechos humanos que atravesaba el país. En esa coyuntura política se intensificaron las concesiones sobre los recursos hídricos y se derogaron todos los decretos que prohibían proyectos hidroeléctricos en áreas protegidas, y que habilitaron la implementación de la hidroeléctrica Agua Zarca, proyecto al que se opuso Berta hasta el final de sus días.
El mecanismo de protección fracasó, la protección jurídica no logró materializarse. No es difícil crucificar a los redentores en los países donde la vida no vale nada. Las medidas cautelares buscaban salvaguardar su vida, pero su implementación dependía del Estado hondureño, comandado por los que hoy son los principales sospechosos de su homicidio.
A pesar de todo, el ámbito internacional sigue siendo el último recurso con el que cuentan las comunidades víctimas de graves violaciones de derechos humanos en nuestro continente.
Movimientos sociales, activistas, organizaciones de todo el mundo, han emprendido acciones para presionar al Estado hondureño y exigir la intervención internacional para el esclarecimiento del brutal asesinato. La integridad de defensores integrantes del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras está en riesgo, y ayer la organización Amigos de la Tierra México emitió un comunicado en el que informaba que el mexicano Gustavo Castro Soto, defensor de los derechos humanos herido durante el asesinato de Berta Cáceres, ha sido sujeto de distintos mecanismos de intimidación por parte de las autoridades hondureñas, que incluso le impidieron tomar un avión para regresar a su país, se teme por su vida.
En cada lugar del mundo donde repetimos tu nombre te evocamos como si lográramos que esa arena movediza que es el tiempo volviera atrás, te evocamos porque la lucha no termina con tu muerte. Berta, Berta, Berta.
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